Sin el Espíritu Santo nada de lo que existe, visible o invisible, pudo haber sido creado: porque en toda creación, es decir, en toda operación externa de Dios, deben necesariamente concurrir las tres personas divinas: Dios Padre crea mediante la Palabra por el Espíritu Santo.
Sin el Espíritu Santo ninguna criatura razonable puede glorificar a Dios y ganar méritos para sí misma.
Sin el Espíritu Santo nadie puede creer, ni esperar, ni amar, ni arrepentirse.
Sin el Espíritu Santo nadie puede reconocer todos los engaños de la naturaleza humana, del mundo y de Satanás.
Sin el Espíritu Santo nadie puede observar y cuidar la ley divina y mucho menos puede reconocer el Espíritu de Dios.
Sin el Espíritu Santo la criatura racional se encuentra en el estado de desgracia de Dios.
Finalmente, san Pablo escribe en la carta a los Corintios que “nadie puede decir: «Jesús es el Señor» si no es movido por el Espíritu Santo» (12,3).
Ya que el hombre tiene tanta necesidad del Espíritu Santo, debe invocarlo con frecuencia: lo invoca para que le ayude durante la tentación, lo invoca para que le dé luz en el examen de conciencia, lo invoca antes de escuchar la Palabra de Dios, lo invoca durante la tribulación, lo invoca antes de la meditación, lo invoca antes de hablar, lo invoca en la enfermedad, lo invoca en el momento de la duda y en las incertidumbres, lo invoca en el momento del miedo, lo invoca en el momento de las tribulaciones, lo invoca durante la desolación, lo invoca para el estado de vocación, lo invoca para la dirección en la vida espiritual, lo invoca para el perdón y para la expiación de los pecados, lo invoca en las contrariedades, lo invoca en tiempos de ansiedad, y el Espíritu Santo lo escucha en primer lugar porque busca su gloria, en segundo lugar porque Jesucristo nos mereció su gracia y finalmente porque el que se humilla y confía en Dios no experimenta confusión. Cuando Dios mismo nos dice que lo invoquemos, ¿quién no ve que está dispuesto a darnos lo que necesitamos? Veni, Sancte Spiritus!