La transfiguración de la Cruz revela el misterio de cómo el sufrimiento, antaño símbolo de vergüenza, se convierte en canal de gracia, fortaleza y gloria. Jesucristo, en sus enseñanzas, presenta la Cruz no como una carga que temer, sino como un tesoro que abrazar. La naturaleza humana se retrae ante la idea del sufrimiento, pero la gracia reconoce que en la Cruz reside el don más preciado. Solo a través de la Cruz se encuentra el camino al Reino de los Cielos.
La Cruz es fuerza, la Cruz es vida, la Cruz nos libera del poder del enemigo. Por la Cruz, Dios derrama sobre nosotros la alegría del cielo; en ella encontramos la paz del corazón y la perfección de la santidad. Recoge en sí todas las virtudes y nos conduce a los anhelos más profundos del alma. Cargar la Cruz con fe es seguir los pasos de Cristo, permitiendo que el sufrimiento se transforme en amor redentor.
Este misterio también señala el poder simple, pero profundo, de la señal de la cruz. Jesús nos llama a usarla con devoción, pues posee una fuerza omnipotente contra enemigos tanto espirituales como físicos. A través de ella, la Iglesia encuentra protección, los santos encuentran fuerza y los asaltos del mal son repelidos. Descuidar esta señal es descuidar una ayuda divina otorgada por los méritos infinitos de Cristo.
Así, la cruz, que una vez fue señal de derrota, resplandece como victoria, vida y santificación. A través de ella, el cristiano encuentra guía y protección. La cruz, exaltada, sigue siendo para nosotros el signo más seguro de victoria y esperanza.
Al contemplar la cruz, se nos invita a detenernos, reflexionar y orar con el corazón del discípulo: Señor Jesucristo, te necesito en la vida y en la muerte. Guíame siempre y nunca me abandones.


