Después de ayunar durante cuarenta días, Jesús experimentó un hambre intensa. Ningún aspecto de nuestra existencia humana le era ajeno. Incluso hoy en día, innumerables personas siguen pasando hambre. Pero, ¿qué vincula el hambre de Jesús, nuestro ayuno y la Pascua? Para muchos de nosotros, la experiencia del hambre en nuestras vidas no es tan probable. Por tanto, el ayuno sigue siendo una opción. Pero ¿por qué deberíamos abrazar el ayuno?
Algunos ayunan por motivos personales, como salud o estado físico. Éstas son motivaciones legítimas. Sin embargo, el ayuno también puede conectarnos con el misterio de la Pascua. Algunos ayunan para compartir comida con los pobres; otros lo hacen en solidaridad con quienes pasan hambre.
Sin embargo, estas nobles intenciones no revelan completamente el secreto del ayuno de Jesús. Jesús eligió libremente ayunar para participar en el sufrimiento humano. Los efectos del hambre van más allá de lo físico y nos tocan profundamente en el corazón. Crea un vacío en nosotros, expone nuestra debilidad y nos hace más vulnerables. El ayuno puede provocar una transformación genuina.
El hambre nunca está exenta de desafíos. Trae tentación a su paso. En el desierto, Jesús enfrentó la tentación del éxito, la fama y el poder. El hambre expone deseos ocultos en nosotros y nos obliga a enfrentar lo que a menudo buscamos ignorar. Ni siquiera Jesús estuvo exento de afrontar estas tentaciones.
Sin embargo, ésta era su misión. Él no aplastó todos los deseos y tentaciones sino que los soportó, llegando al otro lado de nuestros deseos: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno”. Esta es el hambre y la sed de Dios. Jesús nos mostró que el ayuno no es un fin en sí mismo sino un camino que lleva más allá de la oscuridad hacia la luz. Dios nos anhela y nosotros lo anhelamos.