La fe y la esperanza son compañeras inseparables en el camino de la vida cristiana. Sin fe, no puede haber verdadera esperanza. San Pablo nos recuerda: “No os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza” (1 Tes 4,13). Sin la creencia en la vida eterna, la muerte parece el destino final; un alma extinguida como una vela, sin promesa de resurrección.
Pero el mensaje cristiano ofrece algo más grande. Jesucristo nos enseñó que al final de los tiempos, todos resucitarán y tanto los buenos como los malos serán reunidos para el juicio final. Esta enseñanza, basada en la resurrección de Cristo, ofrece una esperanza que trasciende la tumba.
Cuando Dios le dijo a Moisés: “Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Éxodo 3,6), estos patriarcas hacía mucho que habían muerto. Sin embargo, Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Sus vidas no terminaron en la muerte, sino que continuaron en el misterio de la vida venidera.
San Pablo reflexiona sobre la naturaleza del cuerpo resucitado: “Se siembra un cuerpo corruptible, resucitará incorruptible; se siembra en deshonra, resucitará en gloria” (1 Co 15,42). Nuestros cuerpos, débiles y mortales, resucitarán con fuerza y gloria. Quien viva una vida buena y fiel se asemejará a Cristo en la resurrección, no solo en espíritu, sino en un cuerpo glorificado.
Muchos creen en esta verdad sin ver. Cristo elogió esa fe cuando dijo: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn 20,29). Creer sin pruebas visibles es un acto de fe y esperanza arraigado en la certeza de la fidelidad de Dios.
Cristo resucitado llena nuestros corazones de esperanza. Y como la esperanza no nos engaña, vivimos con la confianza de que un día nos encontraremos cara a cara con aquel que nos ama inmensamente.