San Pablo escribe que los cristianos somos templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros. Dado que el Espíritu de Dios habita en nosotros, es esencial que conozcamos quién es este Espíritu y cómo podemos reconocerlo en nosotros mismos.
Dios es uno en tres personas, distintas entre sí: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre se reconoce a sí mismo al engendrar al Verbo, llamado su Hijo. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre; de este amor mutuo procede el Espíritu Santo. Estas tres personas son iguales y comparten todo plenamente.
Donde está presente el Espíritu Santo, sus dones, enumerados en el Libro de Isaías, nunca faltan. Estos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad y temor de Dios (Isaías 11:2-3).
Además de estos dones, el Espíritu Santo concede también sus frutos, que, como escribe san Pablo, son: amor, alegría, paz, paciencia, longanimidad, mansedumbre, benignidad, bondad, fe, pureza, continencia y modestia.
Quien posee el Espíritu Santo no puede dejar de experimentar su consuelo a través de estos dones y frutos. Sin el Espíritu Santo, nadie puede glorificar a Dios ni obtener méritos. Sin él, nadie puede creer, esperar, amar ni arrepentirse verdaderamente. Sin el Espíritu, nadie puede discernir los engaños de la naturaleza, del diablo ni de otras personas. Sin el Espíritu Santo, nadie puede guardar la ley de Dios, y mucho menos reconocer al Espíritu de Dios. Sin Él, una persona permanece en un estado de desgracia.
Invocamos al Espíritu Santo para que nos ayude en tiempos de tentación, para que nos ilumine en el examen de conciencia y para discernir nuestra vocación en la vida. Lo invocamos en tiempos de desolación, adversidad, duda, miedo, tribulación y en todas nuestras demás necesidades.
Por lo tanto, acudamos al Espíritu Santo en oración. Que recemos frecuentemente, con fe y devoción, las palabras de San Jorge Preca: Dios Espíritu Santo, ilumina las mentes y enciende los corazones de los seguidores de Jesucristo. Amén.